Ciudad



Esparcieron las envidias sobre los lodos más profundos. La laguna de las almas quedó seca, libre y baldía. Sin gotas ni humedades. El calor que desprendieron los nocturnos homicidas dejaron su lecho erosionado, tan maltrecho y escaso de vida, que la aridez de la tierra, antes vergel de largos arbustos, es la señora del paisaje.

Allí, en ese lugar de muertes grises, hirieron con cimientos la superficie. Agujereando el terreno. Cráteres de blasfemia para un solar demacrado en sus vestigios. Y erigieron torres de altura impredecible. Largas como los pináculos de Constantinopla. Llegaron con sus destructoras arrogancias a verter sus billetes de miseria sobre la placidez de los descansados bolsillos de la sociedad avarienta. Fueron reyes sobre mustios desarrapados que reían entre dientes blanqueados con la cal de la soberbia.

Sembraron plantones de abundancia de poder en las lindes del descampado lodazal. Y acabaron con las brillantes luces de una naturaleza hecha a golpe de arboleda. Ellos tornaron las sombras. Las construyeron con cemento y ladrillo y adoquinaron las veredas, asfaltando los pozos y las acequias que profundizaban en la magna fuente de la vida.

Se estrelló, vacía, la belleza contra muros y vallas. Y sólo sobreviven algunas matas de mala hierba trepando cual enredadera sobre las grietas de las murallas.
             Un asolado lugar que dicen llamar ciudad.

Ped.

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