He conocido
a la muerte. La he contemplado de cerca, mirándole su lustroso rostro
invariable.
La vi
llegar una noche con su rastrero manto encapuchando las vidas encontradas a su
paso. Era tenue su sonrisa. Sus vidriosos ojos de una frialdad antiquísima. Y
sus blanquecinas manos sin gota de sangre.
Llegó
rodeada de brisa (dulce y lastimosa) que sacudía su umbroso ropaje.
Sus dedos
alargados tocaron mi mejilla, eran gélidos como el hielo. Y no pronunció
palabra. Se sentó a mi lado, agarró mi brazo y observó mi semblante famélico y
adormecido. Fue solamente un instante. Segundos, quizás. Pero minutos para mi
maltrecha mente. Quedé extasiado, derrumbándome sobre el costado y cayendo
hacia mi derecha, en el lugar justo donde ella descansaba de su largo
peregrinar. Me recosté en su regazo, para sentir toda su esencia. Mi boca no
conseguía emitir ningún sonido. Le hablé con el pensamiento. Le rogué que ella
fuera mi última morada, que blandiera su guadaña y desvistiera mis viejas
ilusiones olvidadas. Agachó su cabeza y desde sus mortecinos ojos resplandeció
un breve brillo, apenas perceptible, que se introdujo en mi reconcomido alma.
Tapó con su oscuro manto mi infausto cuerpo. Y, creí, en ese momento, que me
acogía en su reino.
Desperté
con los primeros rayos del sol, recostado sobre la tapia de esta casa.
Vuelvo
cada noche a asomarme a la ventana…Ped.
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