Saciadoras limosnas



Mirka debió salir temprano en busca de sus tesoros callejeros. La lluvia ha cesado dejando charcos enlodados. Pero brilla la luz tenue del sol que traspasa las blancas nubes que surcan el cielo. Gotean los tejados, los árboles y las plantas. El sendero por el que suelo encaminar mis pasos cada mañana debe estar embarrado. Es un camino de tierra rebosante de matojos y malas hierbas, sin cuidados. Nadie viene nunca a sanear este estercolero lleno de basuras y porquerías que va dejando el buen ciudadano con la ayuda de su cómplice… el viento.

Recorro apenas dos kilómetros hasta llegar a la clínica. Allí, me siento bajo el pórtico principal a pedir limosnas. Soy un enfermo de hambre pidiendo caridad a los enfermos de la salud. Cada mañana la misma rutina. Me siento al lado del ciego kiosquero que vende los conatos de suerte en boletos de lotería. Risas y lamentos. Chascarrillos e historias que hacen nuestras horas más amenas.
             Todos me conocen. Y suelen dejarme en la lata abollada que pongo en el suelo sus calderillas. Al acabar el día consigo reunir lo suficiente para calentar el estómago. Un vagabundo con la única necesidad de saciar su hambre.

Ped.

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