Aparece,
siempre, con hojas de laurel sobre una plateada bandeja ovalada, dádiva de su
amante nocturno. Se sienta, con las piernas cruzadas, en el borde del paseo,
despoblado y tímido a esas horas, que circunda la playa.
Deja a su lado
la bandeja y, una a una, va asiendo las hojuelas, que traspasa con una aguja de
tejer, perforándolas justo por el centro. Después, introduce por dichos
agujeros un cordel pigmentado de verde, formando una cadena. Cuando todas están
cosidas anuda los dos cabos y compone una esbelta corona. Siempre con la misma
medida. Siempre el mismo tamaño.
La alza
elevando los brazos con su mirada obsesiva perdida en el oriente y la coloca,
obsequiosa, sobre su cabeza. Se incorpora, despacio, sin ninguna premura. El tiempo
se hizo invisible y desconocido. Se deshace de su gaseoso y blanco vestido, que
deja caer a lo largo de su cuerpo, arrellanándose en el suelo y queda con su
desnudez completa bajo iluminados rayos que irradian su figura, como una virgen
Aglaia despojada de ropajes ante los aras del templo.
Se reencuentra
su visión con los azules oceánicos que rompen en blanco en la orilla. Y mueve
sus lentos y descalzos pies sobre la granulosa arena.
Siente la
libertad acompasada entre los murmullos de la marea, que la abraza con susurros
y fragancias, débil sigilo de caracolas y algas.
Y se va
humedeciendo, purificándose con la sal, la brisa y el calmado oleaje. Sin detenerse,
insistente, camina casi hundida, cerrando sus celestes ojos, para sumergirse
empapada de la lascivia acuosa del gélido mar que la acoge en su seno.
Sólo la
corona resurge flotando sin rumbo, a merced del vaivén de las olas, que la
hacen danzar, revoloteando sobre su superficie. Un ramo coronado de laureles de
derrota, de cansada soledad. Agasajo y juramento, cual presente, para cada
alborada. Lumínico y jovial amanecer, intuido en el horizonte, colmando de luz
al día. Mientras... Selene yace, complacida, en su ácueo lecho.Ped.
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