El Andén del Adiós.



No había nadie esperando en el andén. En la noche cerrada, entoldada de nubes, el silencio adormecía a la ciudad. Ni un atisbo de vida a su alrededor. Hacía horas que el bullicio calló, dejando el ambiente aletargado hasta el amanecer.

Consultó el reloj. Las tres de la mañana. Algunas gotas comenzaron a caer sobre el gris plomizo del pavimento, mojando el triste cemento del suelo y las férreas vías. Pensó que, posiblemente, le restaran unos diez minutos al próximo tren. El Nocturno pasaría por allí puntual, lo hacía siempre, a la misma hora, cada noche, recorriendo la costa, incansable en su quehacer diario.

Se resguardó, encogido, bajo el pequeño saliente del tejado, de la lluvia que ya empezaba a arreciar con toda la fuerza de las negras nubes de invierno. Al menos no se levantó el viento a molestar con su bravura. Un rayo iluminó el cielo y pudo contemplar, por un instante, el descampado olvidado de la urbe que permanecía intacto en su salvaje misión de recoger basuras. Como un terreno de podredumbre ajeno a la limpieza, territorio infectado de ratas, reino de alimañas saciándose en el estercolero de la ciudad.

Volvió a mirar su viejo reloj de pulsera y buscó el faro de la locomotora que se acercaría por su izquierda, solícito en su traqueteo, sin parsimonia.

Pudo vislumbrarlo en la densa oscuridad. A un kilómetro, quizás, supuso. Esperó, sereno, la inminente llegada… Metió una mano en el bolsillo del pantalón y agarró un trozo de chocolatina medio derretida que se introdujo en la boca, degustándola lentamente, sin morderla, dejando que el sabor dulzón ocupara todo el paladar.

Echó los brazos hacia atrás y se colocó el gorro del chubasquero sobre la cabeza, mientras veía como el foco que capitaneaba al tren se hacía mayor en intensidad. Llegaba presto su destino. Bajó la mirada hasta sus pies enfundados en las andrajosas botas, gastadas de andar siempre los mismos caminos, de la rutina maldita que ya no volvería a repetirse.

Miró al frente… el haz luminiscente del faro clareaba el apeadero, un mínimo resplandor quebrantando la madrugada. Tomó todo el aire que sus pulmones podían acoger. Y corrió… buscando encontrarse con la luz, totalmente cegado… Desesperado en su último deseo…

Ped.

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