El errabundo anciano



Allá, donde se erigen los montes calvos, mora un errabundo anciano, mísero y cansado en su andar remoto de años. Siempre, cada mañana, sienta su maltrecho cuerpo sobre un saliente en la ladera del Cerro Oscuro; aún sin luces que anuncien la venida del día. Espera con sosiego los primeros colores del alba, mientras masca con parsimonia alguna hierba arrancada en las lindes de los riachuelos que serpentean juguetones entre riscos y matorrales.

Cuando comienza a clarearse el cielo dirige su taciturna mirada hacia el oriente, casi cerrando sus ojos, y levanta enorgullecido su canosa cabeza para encontrarse con la fresca brisa que barre los demonios ocultos de la noche.

No hay vallados ni cercas en los contornos más cercanos. Es suprema la libertad del paisaje que desparrama su fragancia entre brumas limpias de hombres.

Allí, el errante vagabundo de campos vírgenes cierra, por un breve instante, sus gastados ojos y con una vara retorcida de olivo garabatea díscolas formas sobre la tierra mojada por la lluvia de la madrugada. Se agita el viento de repente y sacude a los árboles y los desnuda de hojas, que huyen revoloteando a su antojo, sin impedimentos, recostándose sobre el abrupto lecho.

Quedan grabadas en la tierra sus extrañas figuras, revoltosas imágenes sin concordancia a merced del tiempo.
             Regresa su mirada a encontrarse con los virginales celestes que colorean el amanecer. Y, como ritual ensayado, se levanta sin pisar los estrambóticos dibujos y se da la vuelta perdiéndose entre encinas y pinos. Desaparece con la soledad que lleva incrustada en su alma marchita. Con arrastrado paso se va confundiendo con el mustio otoño.

Ped.

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